Quedan 21 días para que se acabe esta experiencia
maravillosa que llaman Erasmus. ¿Y cómo estoy? Como si dos camiones tiraran de
mi cuerpo en direcciones opuestas.
Quiero volver a España, quiero abrazar a mis amigos,
discutir con ellos, quiero abrazar a mi sobrina durante horas, y quisiera estar
allí ahora mismo y no estar viendo por vídeo cómo le cantan el cumpleaños feliz
a mi madre.
Por otra parte... no quiero irme. Mi compañera de piso llega
a casa y me dice que no quiere ni pensar en que tenga que irme a final de mes,
el sábado despedimos a un amigo, y el día anterior a otro, y así durante
semanas... llegando a no tener tiempo de despedirte ni de amigos cercanos. Los
exámenes siguen su ritmo apisonador y me encierro en casa, deseando estar de
vuelta en España, deseando dejar los libros e irme otra vez a ver ese atardecer
que tanto me gusta.
Empiezo a pensar y me doy cuenta que echaré de menos la
ciudad, echaré de menos las personas. A pesar de las miles de historias que
tengo que contar no serán ellas las que echaré mas de menos, sino los detalles,
los gestos. Echaré de menos los abrazos de Alessadro, la sonrisa franca de
Sergio, la calma de Leire, la risa de Simone, el desparpajo de Marco, las
canciones de Andone, las locuras de Joaquín, las manos de Sarah, la mente
abierta de Naroa, los pasos de María, los bailes de Tiziano, la mirada de
Filippo, las charlas con Patricia, los planes de Teresa, el torrente de energía
de Cathy...
Y aún así cuando le digo a mi padre que desearía estar en
casa con ellos lo digo desde el fondo de mi corazón y, con el corazón
encongido, cuando me responde que “ya me queda poco” no sé si llorar de
felicidad o de tristeza.