Sólo los más grandes son capaces de afrontar la
más dulce de las victorias junto a la más cruel de las derrotas.”
El Atlético siempre ha hecho unas grandes
campañas publicitarias y, aunque ésta no haya sido una de las que más han
calado, como siempre golpea justo en el clavo. Aquellos que no vivieran el
partido no pueden imaginarse cómo se sintió aquella final de Champions
(hablamos de ella en un pasado lejano, para probar a ver si así duele menos).
Muchos niños de ahora no serán capaces de
imaginar lo que les dolió a los atléticos esa final, ese gol, del minuto 93.
Quizá, sólo quizá, sean los holandeses quienes puedan recordar una decepción de
tal calibre. Sí, como perder un mundial en la prórroga, tengo mis motivos para
decirlo.
La última gran victoria del Atlético, el año
cumbre de la historia del club, 1996, el doblete. Yo, atlética acérrima desde
que tengo memoria, no soy capaz de recordar esa derrota. Sin embargo puedo
recordar perfectamente los dos años en segunda, el “infierno rojiblanco”, se masticaba en los billares que el Atleti
había bajado a Segunda, que decía Sabina. Recuerdo a aquel familiar que
tan atlético había sido, dejaba el
barco, y me regalaba un álbum de años de recortes de periódicos, que me esforcé
en completar semana a semana. Recuerdo un anuncio en el que un tal Mono Burgos
salía de una alcantarilla y todo el mundo se reía de un comercial tan absurdo.
Con el tiempo, creo que no pudo haber analogía mejor. Recuerdo pertrecharme de
una cinta del pelo ancha e imitar al polémico portero y al ya mítico disparo de
Figo, que se convirtió en representación teatral de toda reunión familiar que
se preciase.
En el 2004 jugué en el Atlético féminas, y al
fin conocí cómo se sentía ser del Atleti desde dentro, llevar la camiseta,
aunque fuera jugando con niñas de doce años.
Los niños que crecieron en mi época (o un poco
antes) crecieron siendo los únicos de clase del atlético (con otro compañero, o
dos, a lo sumo). Crecimos rodeados de familiares que nos preguntaban por qué
éramos del Atleti (sí, como en el anuncio), con amigos que se burlaban y reían,
año tras año, derbi tras derbi.
Recuerdo obstinarme, enfadarme y hasta llorar
año tras año. Recuerdo discutir con el padre de una compañera camino al
colegio, diciendo que esta vez sí que sí, que iba a marcar Torres el primer
gol, y que les íbamos a ganar.
Imagínense una infancia y adolescencia así,
imagínense media vida sufriendo, minuto a minuto, sin conocer la victoria.
Hasta que la conocimos, y en Europa, de qué manera, aunque los demás pelearan por
la Champions para nosotros éso era un sueño hecho realidad. Recuerdo mis
primeras lágrimas en Neptuno, gritar hasta quedarme sin voz. Curiosamente,
entre esas decenas de cánticos no estaba aquel de “volveremos, volveremos,
volveremos otra vez, volveremos a ser campeones, como en el 96” Nadie se
imaginaba soñar con ello, ni siqiera yo.
Los más optimistas lo soñaron, lo imaginaron,
juraron y, de verdad, creyeron, que este año sí, que íbamos a ganar la Liga. Yo
no lo creí hasta el último minuto. No fui capaz de soñarlo, ni siquiera, hasta
que quedó media hora para el final del partido. “Treinta minutos. Veinticinco
minutos” Me informaba, ¡como si no lo supiera! Un madridista sentado a mi lado.
El árbitro pita el final del partido y no soy
capaz de moverme. No sé qué hacer. Entierro la cabeza en los brazos, me paso
una y otra vez las manos por la cara. Lloro. Se me escapan las lágrimas y me
doy cuenta que las manos me tiemblan tanto que no puedo ni chocarlas con los
vecinos. Aún noto el temblor en los dedos ahora, mientras escribo esto.
Era lo que no nos habíamos atrevido a soñar. Era
la victoria en el último partido, era ganar
la Liga. Era el sueño de miles de niños que se hicieron del Atleti en el
descenso, de quellos que, cuando les gritaban que habían vuelto a perder otra
vez, respondían cantando a gritos el himno.
Y llegamos a la final de Champions. Dejando
atrás al Chelsea, Milan, y al propio Barcelona. Para encontrarnos contra
nuestra pesadilla de todos los años, con el vecino de campo, con el compañero de
trabajo, de mesa en el instituto, el colega del bar, con el hermano, el tío y
para muchos, también con el compañero de cama. Era la ocasión perfecta y no
podía ser más emocionante. Unos se jugaban la décima, otros la primera.
Imposible de saber quiénes iban con más ganas.
Decía un artículo (y daba de nuevo en el clavo),
que ése era El Derbi. Con mayúsculas. Que, si normalmente un derbi duraba todo
un fin de semana, hasta el lunes en el trabajo, donde alzabas la cabeza
orgulloso y lanzabas una pulla, o la agachabas y musitabas que otra vez
tendrías la revancha; pero ése derbi iba a ser el definitivo, la victoria o la
derrota definitiva, que redimiría las heridas que ambos aún se sanaban (una
copa perdida el año anterior el uno, años de derrotas el otro). Ése derbi se
viviría toda una vida.
Y así fue, o así será, porque aún se siguen
sintiendo las consecuencias de aquella cruel derrota.
Un gol de Godín un poco de carambola nos empezó
a llevar al cielo. Pero aún no nos lo creíamos. Pasaban los minutos y sufríamos
cada vez más, pero así era como jugábamos. Éramos el equipo que infartaba el
Manzanares, nos llamaban el Pupas, y era por algo. Cinco minutos de descuento.
Creo que Simeone fue reflejo de todos los atléticos en ese omento. La
indignación ¿¡Cinco minutos!? ¡qué exageración! Y sufríamos, volvíamos a sufrir
y nos veíamos siendo el Pupas, nos veíamos perdiendo otra final en el último
minutos. Algunos de nosotros teníamos el pasado tan subido a la espalda que no
supimos soñar. Y perdimos, volvimos a perder. A falta de dos minutos para la
victoria más absoluta de nuestra historia. A dos minutos del sueño jamás
soñado, de llegar al cielo tan solo cantando un himno con sabor a gloria.
Gloria que se truncó a dos minutos del fin a manos de un magnífico Ramos.
No hay palabras para expresar la crueldad de ése
momento.
Recordad todo lo que os he contado: una infancia
de derrotas, ¿por qué eres del Atleti? Os hemos vuelto a ganar. “Se busca rival
digno para un derbi decente”. Y te encuentras en el momento en que todo puede
cambiar “es el derbi definitivo” la gloria. La tienes. Ya puedes saborearla. La
copa está en el estadio y en tan solo dos minutos más (después de miles de
minutos de lucha, de cansancio) rozarás el cielo con tus manos.
Es entonces cuando lo pierdes todo.
Te levantas, gimes, te hundes en el asiento,
gritas, intentas en vano contener unas lágrimas de rabia que se escapan de tus
ojos. Ante ti, tu ciudad, tus amigos, tu familia, están rozando la gloria.
La prórroga son sólo treinta minutos en los que
intentas recuperarte del shock. No te importan los goles, por mucho que suene
tópico. Empiezas a hacerte a la idea, a aceptar que no pudo ser, y a sentirte
orgulloso de tu equipo, que ha luchado por lo que nadie creía que pudiera
luchar, y ha estado a punto de conseguirlo. Intentas hacerte a la idea, aunque
no lo conseguirás al escuchar el pitido final, ni a ver la copa en unas manos
que no son las del capitán que esperas, ni cuando la estatua rodeada de gente
es la equivocada; sabes que pasará a la memoria del fútbol y años después
seguirás pensando “tan sólo dos minutos, la teníamos tan, tan cerca.”
Esa noche sólo quieres irte a dormir, tragarte
la rabia, la decepción y la tristeza para, a la mañana siguiente, volver con la
cabeza bien alta, dar la enhorabuena al vecino y decir, con total confianza
esta vez, que la próxima vez seréis vosotros quien ganéis.