Todo cambia. Llega un momento en el que sabes que
las cosas van a cambiar, tu mundo se va a trastocar, que tú vas a cambiar. Y
asusta, asusta mucho. Porque sabes que ese momento va a llegar, que se desliza
lentamente hasta ti y antes de darte cuenta ya te está afectando. Me refiero,
por supuesto, a crecer.
Todos hemos querido ser niños, todos hemos
disfrutado siendo niños, diciendo que queríamos ser mayores pero, en el fondo,
adorábamos ser niños. El problema llega cuando el niño (adolescente) empieza a
madurar y a convertirse en un adulto. No hay una edad exacta, algunos dicen que
se produce al llegar a la mayoría de edad, otros dicen que se produce al llegar
a la quincena, otros, en cambio, que no llega hasta la veintena, o hasta la
primera vez que se hace el amor, o hasta el primer coche, o el primer trabajo,
o la primera cana.
No hay un momento concreto, hay hombres y mujeres
con coche, trabajo y un buen puñado de canas (muchas veces ocultas bajo el
tinte) que siguen siendo niños, hay mujeres de veintitrés años que siguen
siendo niñas y hombres que a los dieciséis ya se hicieron hombres.
En cambio, es algo que esas personas sienten, tienen
un sexto sentido, un je ne sais quoi,
un vago presentimiento que les dice que algo va a cambiar y tardan un tiempo en
darse cuenta de qué es lo que va a cambiar, pero al final lo saben.
Los hay que están alegres y aceptan la madurez con
los brazos abiertos, gritándole que se dé prisa, que ya quiere ser mayor; los
hay que les pasa al contrario, se asustan, no quieren que llegue y tratan de
retrasarlo lo máximo posible, quieren seguir siendo niños, pero no hay retraso
que valga.
La madurez aún no me ha llegado, pero siento cómo se
extiende por mi cuerpo, cómo va avanzando lenta pero inexorablemente y, si no
consigo pararla, en unos meses me habrá convertido en adulta. Y seré una adulta
de (casi) diecinueve años, en segundo de carrera, sin carnet de conducir, coche
ni piso propio, con trabajo temporal, más canas de las que quiero admitir y
siendo una madrina (i)responsable.