jueves, 20 de septiembre de 2012

¿Caducidad o madurez?


Todo cambia. Llega un momento en el que sabes que las cosas van a cambiar, tu mundo se va a trastocar, que tú vas a cambiar. Y asusta, asusta mucho. Porque sabes que ese momento va a llegar, que se desliza lentamente hasta ti y antes de darte cuenta ya te está afectando. Me refiero, por supuesto, a crecer.
Todos hemos querido ser niños, todos hemos disfrutado siendo niños, diciendo que queríamos ser mayores pero, en el fondo, adorábamos ser niños. El problema llega cuando el niño (adolescente) empieza a madurar y a convertirse en un adulto. No hay una edad exacta, algunos dicen que se produce al llegar a la mayoría de edad, otros dicen que se produce al llegar a la quincena, otros, en cambio, que no llega hasta la veintena, o hasta la primera vez que se hace el amor, o hasta el primer coche, o el primer trabajo, o la primera cana.
No hay un momento concreto, hay hombres y mujeres con coche, trabajo y un buen puñado de canas (muchas veces ocultas bajo el tinte) que siguen siendo niños, hay mujeres de veintitrés años que siguen siendo niñas y hombres que a los dieciséis ya se hicieron hombres.
En cambio, es algo que esas personas sienten, tienen un sexto sentido, un je ne sais quoi, un vago presentimiento que les dice que algo va a cambiar y tardan un tiempo en darse cuenta de qué es lo que va a cambiar, pero al final lo saben.
Los hay que están alegres y aceptan la madurez con los brazos abiertos, gritándole que se dé prisa, que ya quiere ser mayor; los hay que les pasa al contrario, se asustan, no quieren que llegue y tratan de retrasarlo lo máximo posible, quieren seguir siendo niños, pero no hay retraso que valga.
La madurez aún no me ha llegado, pero siento cómo se extiende por mi cuerpo, cómo va avanzando lenta pero inexorablemente y, si no consigo pararla, en unos meses me habrá convertido en adulta. Y seré una adulta de (casi) diecinueve años, en segundo de carrera, sin carnet de conducir, coche ni piso propio, con trabajo temporal, más canas de las que quiero admitir y siendo una madrina (i)responsable. 

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Un beso de alien.


Le miras a los ojos y por primera vez te das cuenta que tiene un reflejo azul en el fondo de su mirada será un alien que pugna por salir. Y ya está, no puedes pensar más porque los labios de ella se acercan a los tuyos, sientes la respiración en tu rostro y sabes que te va a besar. Iba, mejor dicho, porque tú te has echado a reír pensando en el alien que habita en el fondo de su mirada.
“¿Qué pasa?” Te pregunta. Pues que tienes un marciano controlando tus movimientos en la cuenca de tus ojos quieres decir, pero salvas el momento con toda la dignidad que eres capaz de improvisar. “Reía porque es irónico que seas tú quien me vaya a besar a mí cuando llevo meses soñando con atacar esos labios tuyos que lucen tan dulces”. Contundente, parece que la has golpeado en la cabeza con un bate porque se queda quieta unos segundos, el mismo par de segundos que tienes para asimilar lo que has dicho y darte cuenta que eres un completo idiota.