jueves, 3 de abril de 2014

Convivencia, dura convivencia

Estoy encantada con mi casa en Roma. Es una casa pequeñita, tan solo dos habitaciones, y duermo en un sofá cama (aunque enorme), pero la adoro. Quizá porque he pasado por un sitio mucho peor antes de llegar aquí.
El sitio que alquilé al llegar a Roma ya recibió el nombre de “mi chabolita” incluso antes de entrar a vivir. Y es que era eso, una chabola, una casa prefabricada. Estaba dentro de un complejo deportivo con nueve (si no recuerdo mal) campos de fútbol, piscina, gimnasio y otro montón de cosas. Dentro molaba mil, estaba en un recinto cerrado todo rodeado de césped, con otras diez o quince casitas , un par de esculturas , sala común con futbolín y todo al lado del río (tan tan al lado que cuando hubo una crecida del río los carabinieri nos avisaron que preparáramos las maletas, que había peligro de acabar nadando en el Tíber si seguía lloviendo).
Hasta ahí bien, lo malo era que había que caminar todo un kilómetro para ir a cualquier sitio, 1 km por una vía de servicio en parte y parte una carretera, mal iluminada y donde a la noche abundaban las aeñoritas de compañía.
La casa tampoco era una maravilla, era fría y húmeda de narices, de hecho tenía que limpiar los armarios una vez cada dos semanas porque se formaba moho de la humedad. Dormía en una camita muy muy chiquitita, teníamos una cocina muy muy pequeñita, y compartía la mini-casa con un tipo muy muy stronzo, como diríamos aquí.
Era un chico de 23 años, italiano, para más inri del más profundo sur (región conocida por lo cerrados, sucios y catetos que son sus habitantes), que había estado en el ejército y ahora le había dado por estudiar enfermería (o fingir estudiar). Qué bonitas primeras semanas cuando todo parecía ir bien... Porque la convivencia empezó a ir mal, pero muy, muy mal, hasta el punto que en febrero (cuando decidí mudarme porque no podía más), el chico ni siquiera me hablaba.
Cada “fin de semana” aka: de jueves a lunes” nos visitaba en nuestra pequeña chabola la novia del susodicho, una tipa muy simpática...  o que al menos finge serlo. Porque señoras y señores, en la primera ocasión que tuvimos de estar un rato solas, me soltó, tan campante, que el día que yo me fui a vivir con Luigi (el coinquilino italiano), tuvieron una discusión muy gorda.
Acabáramos, así que resulta que el ex-soldado del ejército y macho italiano no me habla... porque su novia celosa se lo ha prohibido. Viva la hombría.
Así que durante casi cinco meses viví marginada en mi propia casa, con uno de los especímenes más guarros que he conocido (y que, además, tenía el morro de decirme que no limpiaba yo...), y la mitad de la semana también con la novia, una muchacha a la que he visto llorar por una galleta y coger el abrigo y el cepillo de dientes con un berrinche impresionante y hacer simulacro nada menos que tres intentos de fuga. Eso por no hablar de cuando se querían... ¿recordáis que vivía en una casita prefabricada? El primer fin de semana me desperté asustada pensando que había un terremoto porque las paredes se movían.

Convivencia, dura convivencia.